La Ciudad nos aplasta.
Las aves y el azul
fueron exterminados
por ese gran rodillo,
que se acrece. La sombra
de catedrales muertas,
que los pies desconocen
y que jamás transitan
pensando en nada, tumba
irrisoria de Dios,
se hunde con el periplo
febril y cotidiano
del que pasa, y se yerguen
edificios enormes,
eternamente sordos
y que tampoco miran.
Somos de la Ciudad.
Somos células febles
de un organismo enfermo
que se altera en la noche,
y el sol es una estrella.
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